¡A la Horca!

El rey vocabulario, un gordo e inútil que se ha mantenido durante décadas sentado en el poder, ordenando a sus súbditos desde su trono, alimentándose de manjares que los demás cosechan, reventando uvas de manera grotesca, se para sobre el trono en el balcón oficial para mirar mejor, el pueblo de la palabras ha abandonado todas sus actividades, reunidos todos en la plaza para topar con el andamio de madera, su marco cuadrado de encino, el tronco impaciente, ansioso, el verdugo estrenando su máscara de piel se yergue orgulloso; el silencio se mezcla entre un largo murmullo, el pss psss interminable de la plática entre palabras, y palabras hablando es un concierto lingüístico singular. Así pues, el ofendido camina con grilletes y el pesado blackberry arrastrando sobre la tierra, la palabra lechuga cae sobre su cara, se pronuncia tomate ya cuando éste revienta en su cara, un odio generalizado se postra sobre los hombros del wey, pobre, sentenciado a muerte por los de su especie, y es que al principio, wey parecía tan ameno, tan divertido, tan nuevo, pero pronto se vieron opacados por su delirio de grandeza, su ánimo por acaparar los reflectores; ya en la cúspide de su fama, wey dio la espalda a sus antiguos compañeros y a ninguna fiesta, esas que dicen llenas de lujos y placeres, invitó. Entonces muchas palabras se fueron quedando en casa, viejas, abandonadas, en un forzado retiro prematuro, que con mucho tiempo para pensar, pudieron ver como wey se quedaba con las lindas chicas, con el sexo y las fiestas alocadas, asi que reunidas alrededor de una mesa, se prendieron los ánimos y marcharon en masa hasta el juez, a quien al unísono exigieron, ¡muerte al wey,la ley capital!



Muerte. Muerte al wey... repetían como slogan. Al rey vocabulario le molestan las peticiones sociales, ruidosas confiere él, y quiere de una vez acabar con esto acelerando los trámitos para la ejecución. El sol le quema las pestañas, el verdugo espera con el hacha bien afilada, que suda sobre su piel de acero, la muchedumbre espera impaciente, el wey se yergue, abre la boca, exclama, podrán matarme, pero no podrán destruir la idea del wey, el wey que un día conquistó al lenguaje, incluso a ti, dice señalando valerosamente con el dedo índice al rey vocabulario. Éste, ofendido se levanta con la cara hirviendo en sangre, alza el brazo y da la orden; el verdugo toma al wey del hombro y lo hace arrodillarse, acuesta su cabeza sobre el tronco de palma y sin titubear levanta el acero y cae en un certero entre el cuerpo y la cabeza rodante del wey.



La cabeza colgaron en la esquina del mercado para advertir a todas las palabras que no deben de sobrepasar su razón, y que cualquier subversivo que quiera usurpar el lugar y la razón de otro, se las verá con el verdugo del rey, que ahora duerme hasta que nazca otra palabra con tal fuerza que ponga en jaque el imperio de la lengua.

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