Tormenta

Caminando por el paseo de piedras, la noche parece especialmente oscura. Lo puedes intuir, su cara es de quien guarda un gran secreto, uno que tiene el tamaño de una semilla, pero su explosión es suficiente para deformar por siempre las leyes de la física terráquea. Pienso intensamente. Pienso en ella detrás de las sombras. Comento al ingeniero mi duda sobre las tormentas, su notable ausencia. El repite las voces, esas que comentan que las nubes nunca merodean estos predios. Noto que falta aire. Que mis pulmones corren cazadores en busca de moléculas para alimentar mi cuerpo. El sofoco es terrible. Temo lo peor; para estas horas el mar debió estar refrescando el ambiente. Me duermo. Me pregunto que estarás haciendo. Deseo platicar contigo, contarte alguna de mis dudas y dejar que alguno de tus desvaríos me sirva de pista para investigar. No se mucho, pero lo investigo. Me siento muy cansado. Hago un viaje mental por mi día. No me parece que haya realizado actos que imperen en mi cansancio, pero aún así, caigo súpito.



No siento la hora. Una luz merodea mi cuarto. Un fuerte ruido inunda la casa. Mi cuerpo se tuerce. La sorpresa se convierte en un ligero temor. Abro los ojos. La ráfaga de luz penetra y se va. Las cosas se ven y desaparecen. Veo mi espejo. Recuerdo que pegué una etiqueta escrita con: IMAGINANTE.



Temo pararme. Cae agua a torrenciales. Se inundará la casa. Quiero escapar. El espejo parece una puerta. De allí también emanan luces. Pero presiento a nuevos huéspedes en ese cuarto, el reflejo del mío. Presiento sus pieles de bestia, seres extraterrestres en medio de una acalorada discusión. La oscuridad aparece y se retuerce con la luz. Los relámpagos crujen el cielo. Debo levantarme, se me acaba el tiempo, debo cruzar el umbral del espejo antes de que me ahogue en mi propio sudor, esperar tranquilo del otro lado a que la tormenta termine. Lo bueno de todo esto, pienso, es que mis macetas se regarán con la mejor agua del planeta.

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