Fiebre de las Montañas Rocosas


En medio de una desesperación que me invade la carne, encuentro un escondite entre las paredes de una casa abandonada. Un triplay desquebrajado abre un gruta de nieve seca por donde me escurro a la sombra. Mi respiración se acelera como si presintiera lo peor. La mente no termina de pensar en todo, se englotona en las memorias, los mezcla, se conforma en un grueso nudo sin inicio ni final. La maraña de recuerdos desde el machete que se deslizó entre las vértebras de la nuca del Chumin, la cara de pánico que se pausa en un lento letargo, los gritos de pavor, la carrera sin meta, las alarmas de la ciudad, los hombres de plástico. Siento como mi corazón me golpea en su palpitar, bañado en miedo me pregunto por mis compañeros, le perdí el paso al Chori y Camila, no podía parar, ¡¿donde estarán?! Me desbarato en un desconsuelo con frías gotas que bajan pecho tierra sobre mi piel, con los ojos como centinelas alertadas por una sirena de guerra. No puedo pensar bien, no entiendo bien los sucesos, acobijado por el miedo, me aprieto mas a mi escondite.


Unos ruidos se acercan caminando por la acera. Pasos entre cortados flotando hacia mi, retumbando sin pudor sobre mi tímpano, un ritmo marcado que me encuentra en un escondite que pensaba era inencontrable. Maldigo los ruidos, la malicia del sonido sin cara, pues cuando peligras, parece como si supieran todo de ti, como si pudieran oler mi miedo debajo de la nieve, cantando líricas diabólicas para que el miedo haga mi corazón retumbar mas fuerte que un cañón en guerra. Un verdugo que arrastra su guillotina oxidada creando chispas que anhelan incendiarme; se acerca lentamente hasta quedar al otro lado del triplay, exhalando un cálido tufo azufroso como del esófago de Satanás. Un corte exacto en la yugular para que chorree mi oscura sangre sobre el filo del oxido, el sacrificio que necesita para devolverlo a la vida, como el dragón que resurge de entre las cenizas de acero para devorar la ofrenda en su tributo. Pero nada de eso pasa, se escucha un cigarrillo encenderse para luego continuar su paso hasta desaparecer al oriente. Poco dura la paz cuando se inunda el ambiente de una carencia de ruidos. Tan hélido es el ambiente mudo, que a falta de ruidos me carcome el silencio. Peor se vuelve la estancia en silencio que parecen esos últimos segundos que prometen una terrible explosión. Me empieza a devorar la nada, el aire fresco de la noche le devuelve la palidez perdida de la nieve seca.


Siempre esta esa constante posibilidad, que de un segundo a otro puede cambiar radicalmente el ambiente que te rodea . Así de intempestivo es la invisible naturaleza del orden, que la sorpresa te somete. Un día, una mañana cualquiera están todos realizando sus actos de rutina, el olor a césped recién cortado, a ras como corte militar que deja la maquina de la familia Gaxiola, la reunión debajo del pino salado, la sombra que alumbra la frescura que busca opacar un mediodía de verano. Las largas e interminables persecuciones a las sombras circulares de caucho dejando su estela de polvo. Los dias normales, donde la gente hace lo mismo, repiten actos como en una obra de teatro bien practicada. Nosotros los miramos desde la esquina, sin prejuiciar, solo olemos sus vidas en la lejanía; nos miran como incitándonos a participar en su aburrido ritual, pero debajo del pino salado la vida no es mala. Los jóvenes del barrio se nos acercan y accedemos a jugar un poco, divertidas persecuciones en la calle, un balón con los parches desgajados que rueda de un lado al otro, del pie que lo patea a la corretiza que lo persigue.


Tampoco es que me sorprendan los cambios abruptos, que en estas colonias polvorientas las cosas se van tal cual la arena que se lleva el viento del desierto. Hombres flacos que reparten golosinas a los desesperados. Los calmantes que los dejan deambulando sin sombras, sin ojos ni mente que los cuide de su enfermedad. La siempre nave de metal que con laseres bicolores levanta a esos que aparecen y desaparecen como fantasmas. No me sorprende ver que llegan y se van, aquellos que también son malos con nosotros, que en su demoníaca posesión llegan a golpearnos sin tener una razón. Pues en el mundo hay seres que sobreviven del dolor ajeno, y esa es la razón por la que viven.


Pero de eso a que nosotros seamos causantes de dolor, no, eso nunca. Por eso el día que la niña de Baldovina, la niña que sonriente montaba sobre Chumin para ir a la tienda por leche y golosina, dejo de visitarnos, nos sorprendió por igual. Cuando ella se fue abruptamente de este tiempo, a nosotros nos causo tanto dolor como las lágrimas que ya caían de los ojos de Baldovina. Pronto los vecinos llegaron en oleadas para intentar mitigar el dolor de la madre, pero es difícil entender un dolor de aquellos, cuando una madre nunca debería enterrar a un hijo. Mas luego cuando el dolor empieza a invadirles el cuerpo, es como agua estancada que hecha a perder la razón. Solo así podría explicar el después. Pues, luego luego ellos empezaron a quitar su mano que nos consentía para alejarnos. Baldovina salía de su casa con los ojos llorando, dando alaridos como bestia herida de muerte. El dolor se transmutó en miedo, el miedo germino en odio.


Los rumores empezaron a surcar los aires. Eran silabas en voz baja, inmundas vociferaciones como el ambiente que rodea los hogares marginados. Es mas fácil encontrar el mal afuera de nuestro hogar, sin saber que desde hace tiempo nos habita. La niña había padecido de una fiebre que no hizo otra cosa que quemarle todo por dentro. Acostumbrados a tratar los problemas como menores, Baldovina al tercer día de trapos mojados con agua de canal, dio la urgente suplica de ayuda. Era ya demasiado tarde para la pequeña, que deliraba en otros mundos, con sus parpados bien abiertos, una mirada siempre hacia arriba, buscando algo en la luz que la mantenía en paz. Después, desapareció. El pópulo desconcertado por lo fulminante del juicio, buscaban razones, se ejercieron las mas novedosas teorías científicas, se veían las cámaras entrevistar a los vecinos de Baldovina, quienes con la piel curtida, respondían con nuevas interrogantes a la repentina muerte de la niña. Pronto prohibieron los padres dejar a sus niños jugar en la calle. Las calles se volvieron desiertas, solo quedaban algunos viejos que andaban en bicicleta por limones, y doña Baldovina que caminaba descalza afuera de su patio, con el mismo vestido que cuando cuidaba de su hija, sus manos arrugadas con intenso olor a trapo húmedo, las ojeras tan marcadas como su trance, fuera de si mientras el sol no mermaba en su azote matutino, la pobre sudaba a torrenciales, sus ojos se perdían junto a un ligero balbuceo cuando, volteo a vernos al árbol con un recelo nunca antes visto.


Así era la tarde silenciosa que nos reunimos como los otros dias que las chicharras maldicen su existencia debajo del pino salado. Hay veces que el silencio funciona mejor que mil palabras para explicar un sentimiento. Así es como estábamos el Chori, Camila, y el buen Chumin, cuando los vecinos comenzaron a salir de sus hogares al unísono, salían sin tener obvia razón, tan fuera de la rutina que te brillan en su novedad, un desfile de carne que crecía en tamaño recogiendo a los humanos a su paso. El sonido del desfile se sofocada por la tierra suelta. Los escuchamos a lo lejos, pensando que se continuarían de largo como en las procesiones a los muertos al cementerio, continuamos como siempre en nuestra platica, cuando un hombre de barba oscura se nos acerca, levanta su mano con el puño enfundado, arremte con un sádico machetazo debajo de la nuca de Chumin, un crujido espeluznante y un gorgoteo, hasta que sus patas simplemente se desplomaron.


Enseguida la turba explotó en nuestra contra. Los aullidos pronto dominaron el espacio, ajusticiándonos como los culpables del homicidio de la pequeña y los ya ahora varios pequeños enfermos. Buscaban una victima con quien desahogar las penas que castigan sus dias. Desde ese momento, con la sangre de Chumin derramada sobre la tierra quebrada del Santoral, nuestros destinos quedaron sellados en una persecución zoofóbica. De un momento a otro, la armonía de las banquetas y los árboles se volvieron un peligroso laberinto de concentración. Lámparas mercuriales encendidas desde medio día buscando con su alo la cola de nuestro correr. No hubo nadie, sin distinción de raza o color, que no fuera perseguido por los inquisidores.


Huimos enseguida por la calle mientras el escenario se convertía en segundos en una horrible pesadilla. Ladridos de dolor se alzaban al espacio desde todos lados de la colonia. El humo levantando una ligera lluvia de cenizas. Un denso aire con olor a coágulos de sangre revoloteaba mezclado con el polvorín de las calles, mientras mis piernas continuaban por ese largo corredor hacia el dren, donde por pura acción natural convení que podríamos bajar hasta el puente de madera y desaparecer al llano de escombros.


Ninguna sombra parecía querer participar en mi ocultamiento, evitando ser condenados por complicidad, árboles que preferían ver desde lejos por donde todos corríamos despavoridos para no ser ejecutados por el hacha ejecutora. Pero pronto me di cuenta que mi sombra era única, que mi carrera era solitaria, que en algún punto mis compañeros habían quedado atrás. Me devolví por entre los escombros, subí una loma para intentar oler la presencia de mis compañeros. A los lejos divisé una enorme nave custodiando la frontera entre el llano y la zona residencial.


Me escondí detrás un ramudo matorral colmado en espinas, sin alejar mi mirada de aquella desconocida aeronave. Logré notar cuando a los lejos de la nave descendieron unos seres vestidos completamente de blanco, irradiaban un ligero brillo lechoso de sus extremidades. Eran lentos en su caminar, volteaban unos con otros, pero nunca vi una boca por donde se comunicaran. Tenían un ojo cuadrado sobre una válvulas por donde supuse respiran. Desde la última calle vi cuando venían caminando otros dos de esos, traían una larga vara donde en su punta noté un bulto arrastrarse. Al agudizar mi mirada, estupefacto reconocí como tenían del cuello a uno de los míos. Sin misericordia lo arrastraban por el asfalto. Él apenas y gemía, seguro el aire lo había abandonado para evitarle mayor sufrimiento. Lo manejaban como si fuera un trapo, sus pies aguados, sin cartílago que sostuviera la carne expirando. Cuando se acercaron a la nave, adentro pude notar a varios otros, encontré en sus ojos la desdicha creciente, la desesperanza que enterraba a sus ojos detrás de las barras. La impotencia me invadió mientras una lagrimas empezaron rellenar mis pozos captores. En esta inmundicia, sobre el caos en el que me escondía, allá a lo lejos se llevarían para siempre a Choris y Camilas apresados injustamente, a un lugar tan lejos por donde los volcanes, donde no se sabrá nunca la capacidades y terrible creatividad para llevar un cuerpo lentamente a la muerte.


Era tanta mi ira, que no daba cuenta que mi mandíbula se apretaba ferozmente, que desde mis entrañas entonaba ruidos, que en un ambiente tan lúgubre y desolada como aquel terreno custodiado por mudas antenas eléctricas, mis ruidos eran la única musica del lugar. Repentinamente, uno de los hombres de plástico vira hacia donde me escondo, llamado por la atención de un ruido perdido, el quebrar de uno de mis colmillos, el roce de mis patas con el piso, un algo por la que prende su lámpara de mano de intenso fulgor, un rayo que quemando todo a su paso, me buscaba entre las bolsas de basura putrefactas, entre muebles abandonadas, desechos tóxicos de una mediana empresa y las llantas que forman un bosque atroz. Los otros dos hombres que ahora pateaban el bulto inmóvil, convienen en seguir a su tercer compañero en la caminata hacia las colinas donde me encontraba enterrado. Su paso solemne parecía guiado por mi presencia, como si de todas las posibilidades de caminos, el mío había sido dentro de todo el único y lógico camino para encontrarme. Su lámpara revoloteaba de un lado a otro, cortando a raz la luz de la luna y el suelo. Apreté mi cabeza a mis hombres, prepare mis piernas para la inevitable explosión del encuentro, pero del otro lado se encontraba mi lado mas feroz, el que pronunciaba violentos discursos de ataque, de cruel venganza por la injusta persecución de los míos. Esos hombres de blanco no eran mas que un engaño a los ojos, no tenían nada de santos, sino era tan solo una manta que protegía los ojos de un ser todavía mas malvado. Ya cuando la cercanía se hacia incontenible, cuando su mano estaba al alcance de mi mordida, me invadió un instinto que me empujo afuera, preferí en correr sin pensar, en alejarme lo mas posible de toda la ola de actos que pertenecían a ese día. Sus gritos de avistamiento fueron poco a poco quedando sordos en la lejanía, pues corría como uno pocas veces logra, una carrera para alcanzar la velocidad de la luz y acelerar todo el mal sabor que este episodio significaba. La memoria se cristaliza en gotas que van quedando en el camino, los personajes de mi familia que quedaran apenas grabados en fotografías memoriales. El olvido del tiempo, la casa abandonada, la noche que empieza a clarear, el exilio de un ahora forajido, que no tendrá otra forma mas que continuar su paso hasta el final, preguntándose a veces, como es que todo tan repentinamente cambia.


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