y quedó libre lo que nunca fue mío


Cuando se fue, sentí el dolor que me platico. Sentí su duda abordarme,  un lagarto insertarse por el canal de mi oído y llegar hasta mi cerebro. Allí llenarme de huevesillos para eclosionar justo cuando el calor tocara su máximo en la tierra.

No sabía que yo pudiera pensar aquello. Ni siquiera podía creer que todo esto estuviera en su cabeza. Eran tantos pensamientos encharcados, sin salida, con un olor a putrefacción. La duda había crecido como telaraña por cada uno de sus espacios. Por ello nada tenía la suficiente importancia. Todo era un paliativo, un pretexto para intentar olvidar. Pero nada más volteada a su sombra seguirle, cuando un temblor la sujetaba de los pies para decirle, tu no me olvidas ni cuando me ignoras, aquí estoy pequeña, tómate tu tiempo, que yo tengo toda tu vida para jugar.


Entonces el pecho me quedó sin aire. Los pasos aletargados parecían derretirse al asfalto ardiente. No era el mejor momento para darle salida a todo esto. Abierto la puerta todo había entrado, dejándolo todo, me había quedado sin defensa. Ha disgusto, el mundo cargaba a mi espalda, cada uno de sus sufrires, explicando a quien disfruta la mala leche que derrama su comodidad. Había guerra en la paz y la paz era una falsedad. Como todo falso crei que nada de esto era real, que todo era un sueño. Sus ojos despedidos del cielo surcaban el suelo en busca de un hoyo donde caer, la cueva del conejo que acababa de soñar, aquel agujero sin fondo donde caería eternamente en la desdicha de nunca llegar.  


Entonces me detuve en medio del desierto. El reptil había perseguido mi camino y se detuvo conmigo. No lo tuve que ver para saber que este regalo lo había aceptado sin quererlo. Lo había guardado sin buscar preservarlo. Era un recuerdo prestado, un intruso sin modales. Agarré mi dedo índice y lo introduje por mi oído derecho. La punta se detuvo en una capa viscosa, y fue cuando empuje mi uña contra la piel. Se desató un terrible hedor a putrefacto y un dolor comenzó a invadir mi cuerpo. Mientras empujada aquello se volvió insoportable. Perdí el balance y caí de rodillas al suelo quebradizo. Gritaba de dolor. Mi eco gritaba de dolor. Sentía la parálisis pero no podía parar, aquello debía terminar de una vez, aunque mi muerte en ello dependiera. Entonces me contuve y respire hondo, mira las montañas a lo lejos y cerré los ojos. En un alarido empuje hasta el fondo y me destape el oído derecho por donde la pus se derramó. Todo salió y quedó libre lo que nunca fue mío. Se fue de mi mente y quedo solo la huella del recuerdo, de un lagarto rastrero que por esta tierra caminó.  

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