I
Llega exacto. Nunca un minuto mas, nunca un minuto menos. 8 en punto y ya se encuentra sentado frente a su computador. Suelta al maletín debajo del escritorio, se sienta mientras cierra los ojos; baja su mano un poco para acomodar la altura, respira y abre a la realidad. Has ganado. Esta inscrito en un postick lamido en su pantalla. Con esa noticia lo recibieron en la oficina. No cabía mejor mensaje para empezar el día que aquella victoria desconocida. Sin saber que ni por que, una desconocida e incontrolable felicidad lo inundó (y eso lo molestó un poco) pues el solo hecho de ganar algo en la vida, era un sentir totalmente nuevo. Sus compañeros del área se pararon educadamente y en fila fueron abrazándole para transmitirle su hipócrita felicitación, ya que hasta ese día, nadie de sus compañeros ha ganado algo en la vida. Marque a este numero. Descolgó el teléfono y marco ordenadamente los dígitos. Tomo el tercer botón descendiente con la yema y lo rodeo nerviosamente. Lo han citado para hablar con un hombre de porte con corbata verde. Después del alboroto, todos volvieron al trabajo.
II
Se sentaron en una oficina con paredes color marrón. El agua permanecía tibia, inmóvil, el la mira como si fuera un niño que yace sin vida, cuando unas burbujas escapando por su vida adentro del garrafón, lo devuelven al episodio real de la oficina. Había en la espacio una decoración, digamos excesiva, y no me concentraré en el enorme tapete que cubre el piso de la oficina, con ese estampado de ranas saltando sin parar de un nenúfar al otro, dándole a él un sentir divino, como si caminara sobre un pantano del Mississippi. Era mas la atención en los objetos, los que toman realmente el espacio dentro. Había una predominancia hacia las especies del reino vegetal, un árbol de yucateco en la entrada, un jarrón rosado con un par de girasoles, una enredadera en la pared que custodiaba al garrafón, un bambú justo a lado de un calendario fotográfico. Es agosto y hay un espeso bosque nórdico nevado. Al acercarse se cercioraron con el tacto que las plantas eran falsas en su totalidad. Naturaleza sintética. Justo en ese momento, del baño se deslizó un hombre portando un saco a cuadros de lana, cabello corto perfectamente peinado y como bien lo dije, portando una corbata verde pistache.
Ustedes han ganado. Levanta su mano para felicitar la mano de la señora, acto seguido pasa su mano ala del señor, que aun sin saber la ganancia, sonreían estúpidamente. El hombre con saco de lana y corbata color verde pistache también sonreía. Pero el tenia una dentadura gloriosa, con aquellos dientes perfectos y relucientes. Eran impresionantemente blancos. Transmitían paz y armonía.
Han preguntado que han ganado. El hombre los mira sin pestañear, se acerca un poco con un ojo mas abierto que el otro, con toda intención de encontrarles el alma detrás de sus miradas, o en un claro intento de artificialmente sumergir al ambiente en suspenso. Espera todavía unos segundos mas cuando finalmente lo escupe: una casa totalmente alfombrada. O el gran asombro con lo que la pareja recibe la noticia. Después de tantos años de trabajo, de accidentes y pocos viajes sin mucha emoción, de una vida de lealtad a la rutina, esto venia a comprobar la eficiencia del sistema, darles un empujón para continuar , era un gran moño que valía la pena desatar.
El hombre de corbata abrió un cajón de su escritorio. De adentro saco un llavero con mas de 50 llaves entre plateadas y doradas. Fue moviendo una por una, con el tin tin que hacia mientras chocaban mirando detenidamente sobre ellas para reconocer la buscada, hasta que después de 17 intentos, toma una llave y la desliza fuera del anillo que la contenía, inserta la llave en un llavero con un pedazo de alfombra, para luego entregarla a la pareja, y con esa enorme sonrisa tan hermosa, los besa en la frente.
III
Abedules numero 635. Esa era la casa. Era una casa en una calle bonita, con sus banquetas anchas, con sus vecinos de césped recortado, y con aquella bella tradición de honrar al nombre de la calle con una arboleda de abedules en cada casa. Se extrañan aquellos tiempos en que el nombre de las calles era un titulo de posesión, cuando en la calle de Unicornio podías legítimamente encontrar a la señora de la esquina criando esos bellos especimenes, que en Madereros el sindicato del oficio se presumiera por su tallado en palo fierro y madera de pino salado. Solo que aquella individualidad se ha sacrificado por un terreno donde casas iguales hospedan gente parecida.
Pero esta casa era de otra cara, se presumía con una puerta hermosa, con un pequeño cuadro de césped falso y un árbol mediano de abedul. No creo poder describir la felicidad que tenia esa pareja. Bien podría resumirlo como apabullante. Ingresaron la llave al cerrojo, notando la suavidad con la que la llave entraba y abrieron la puerta.
Al entrar por el pasillo principal, ese par doble de ojos quedaron anonadados, no dejaban de invadir las paredes, el techo, el candelabro flotante, los sillones color beige con patas de madera. Aquel sueño era exhalado en sus bocas abiertas de caimán del Nilo, pues, esos dos literalmente habían ahorrado tanto que nunca de los nuncas habían realizado en darse estos lujos que consideraban banales e innecesarios. Cierto es que en las tardes él, mientras leía el periódico de ayer, sentía un pinchazo del alambra retorcido que sostiene su trasero, y la ve a ella, sentada inmersa el en televisor: un televisor que no mira mas que de un canal donde repiten las telenovelas de principios de los noventas. Es solo en aquel instante, que el desearía un sillón nuevo, así como ella, un televisor con miles de canales de donde escoger.
Por ello aquel silente instante no necesitaban de mas para expresar su júbilo. Así en completo silencio era el momento supremo de una pareja en éxtasis. Ella fue la primera en caminar por el comedor; su suave paso por un piso realmente alfombrado abrigado con un hermoso ritmo de garigoles que continuaban en un baile hasta el sin fin de las habitaciones. Sus dedos comenzaron a deslizarse por el respaldo de la silla, la blandura del frote, un poco seca y amarga, pero un sentir nunca experimentado para el tacto de las yemas de sus dedos.
El yacía inmóvil, aun en la entrada del hogar, pensativo, había encontrado después del fulgor un algo particular en la casa, fuera de lugar, algo que a la vista todavía no era capaz de notar. Era parte de esa desconfianza ganada a través de los años, desconfianza incluso y primordialmente en todo lo bueno y hermoso que se presentará frente a él. Su esposa se alejaba sin apenas realizar al mundo en que se encontrada, sin nunca separar sus dedos de todo lo que tentaba, lo brincó de la silla hasta el comedor, hasta el cesto de mimbre con fruta, pasando de cosa en cosa como si entre ellos hubiera un puente que los uniera. Pero el ya estaba perplejo con el acto de descubrir, desmembrando el misterio que se escondía en alguno de los cuartos de la residencia. Una húmeda fragancia lo seduce, camina frente a un televisor sin vida, da dos pasos mas y se acerca a la pared, se encuentra frente a ella, irrumpe su nariz hasta alcanzar a robarle su hedor. Pequeños filamentos le consquillean la punta de la nariz; lo desconciertan. Con su ojo izquierdo alcanza a notar que la punta de su corbata levitaba hacia la pared. Baja su mirada para enfocar y notar que, si, efectivamente su corbata flotaba hasta la pared.
Los ojos se le abrieron, la pupila se dilató y un agudo sonido empezó a emanar desde sus entrañas . La estupefacción de aquella osadía al orden físico solo se interrumpió con el grito de su esposa. Volteó preocupado hacia el marco que daba a la cocina, y en cuatros rápidos pasos atravesó el cuarto hasta donde vio un vaso rodar y detenerse en su zapato. Ella tenia las manos cubriéndole la cara, con una cara que nunca habíamos visto, era un pavor, un desconsuelo que separaba los ojos de la boca hasta el limite de sus posibilidades. El sonido del refrigerador aturdía al espacio, mientras una luz azulosa escapaba de sus fauces iluminando la cara a la señora, que ahora había convenido en un ligero pero prolongado silbido, como si le apretaran los bronquios, aumentando la tétrica masa sonora del acto.
Es el ruido de la maquina de hielo que continua prendida la que domina. Por ello el vaso estático que esperaba ilusamente rellenarse de agua. Mientras esa idea queda olvidada, es el grito de la hielera el que lo forza a temer lo peor, el camino a la respuesta que ahora se presentaba cínicamente frente a la pareja. Su esposa se tapa la cara como si presenciara una imagen demoníaca, victima inocente de un trauma que le dobla sus piernas y hace caer a un estado fetal. La maquina sigue escupiendo sin educación, mientras el se acerca lentamente, aturdido con tantos ruidos en el ambiente. Cuando se acerca nota los pequeños pedazos que vuelan de la boca del congelador. Levanta la mano hasta interrumpir la caída de los pedazos, y esperar que uno aterrice en su palmo. Cae uno, otro, tres, un cuarto, llega el quinta, sexto, un séptimo. Era un fresco sentir, pero nunca el arder del hielo, era gentil, era suave como pétalos de una flor. Y aunque la recepción sensorial pondría a muchos en un nivel de paz mental, la difamación del momento empezaba a crear una maldita colisión de realidades. Acerco su mano hasta unas cuantas pulgadas de sus ojos. Lo que por hielo había eran solo cuadros de alfombra. Cuando en el refrigerador, la historia comenzaba a escribirse, con una barra de mantequilla, un galón de leche, un pastel inscrito con: Felicidades. La maldición se había completado, era, si, todo eso era, un ente forrado de alfombra.
El voltea lentamente para percatarse de todo lo que le rodeaba. La orilla de la barra donde comerían sus nietos, el horno donde su esposa cocinaría un suculento pavo de gracia, el lavabo donde los platos se apilarían el fin de semana hasta la llegada de un lunes de trabajo doméstico. Era un repaso lento, tan lento como la maldita confesión frente a él, en la felpa que brillaba cuando el rayo de luz cruzaba por la puerta trasera. Que el abanico revolvía las pelusas que bailaban celebrando una victoria sin casualidades. Era inútil no entender, el llanto sin salida de la mujer, absorbida por la peor broma en la que había estado, sintiendo en el suave sentir de la pared la burla de su público, y eso la hacía llorar todavía mas, gritar hasta desahuciarse, ya no le importa, preferiría dejarse morir antes de vivir en una casa así, una casa donde no será ella quien la habite, sino toda esta tela que la gobierna. Al momento su hombre intenta levantarla, pero una fuerte chispa arde entre sus pieles. La estática creada ahora les prohibía contacto alguno. Ella lo mira desde el suelo. Sus ojos reventados, desconsolada, el sin una respuesta ni palabra que pueda alentarla. La realidad es esta, esta es su nuevo hogar. Se tira de rodillas hasta el piso alfombrado, su mirada ya no le oculta la realidad en el brillo felposo de los focos, en aquel forro en candelabro, en los libros sobre el tema esperando sobre la repisa. Habría para ellos mejor tomar las cosas con la mejor cara, que no hay mal que por bien no venga. Si, definitivamente no volverán a aquella vida monótona, sino eran atajados como una rareza en la cuadra, la gente los mirara con asombro, la de los viejos de felpa, famosos cuando olviden el tocarse por el dolor eléctrico que se causan, y terminaran sus dias como ancianos, comiendo huevos alfombrados con un forro de leche. Y todo esto por un premio que ansiaban canjear, sin nunca preguntar de donde vino, ni la razón de él sin tener acaso un boletillo que lo justificara, mientras en alguna oficina móvil de la ciudad, un hombre ensancha su sonrisa y ríe, dejando a su paso un brillo hermoso, con solo imaginar la cara que pusieron sus victimas.
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