Hoy amanecí muerto de frio. Los dedos de mis pies no respondían a las ordenes de mi cerebro, la piel se había cubierto de una capa de nieve microscópica que la endureció, y la presencia de mucosidad en mis fosas nasales eran señal de que la noche pasada, sin avisar, había llegado el frio sin titubear. Las nubes eran de un blanco grisáceo, el color de las heladas de un otoño que gusta disfrazarse de invierno. Los vientos levantan el polvo de las calles, la gente camina con prisa para mantener el calor por sus venas, tapa sus bocas con los rebozos y las bufandas que apenas han desempolvado del armario. Por eso será que siento tan silenciosa las calles. Pero será mas por lo tiempos, tiempos de tristeza tal ves, catapultados por los naranjas callejeros del cempasúchil que dan el olor a la muerte de finales de octubre y de principios de noviembre, tiempos que por costumbre mexicana damos para recordar a los que no están.
Es que somos curiosos los humanos, por que nos es difícil olvidar a los que se nos adelantan. Nos gusta mantenerlos bien cerquita de nosotros, nos gusta sentir que de alguna manera, armándoles sus altares los mantenemos vivitos, ya sea en este mundo, en nuestro corazón, en el cielo con los ángeles o en la fiesta con los diablitos. Camino entre las florerías, que por temporada aceleran el armado de las coronas florales para los velorios, para tributar a la mama que murió de cáncer o al padre que murió a manos del tiempo.
Me acerco a uno de los viejos cementerios de la ciudad, el tradicional panteón de Mezquitán, y camino entre sus pasillos, de donde se erigen lujosos mausoleos de mármol y cruces que dibujan un cielo silencioso y helado. ¿Por que será que armamos edificios que duran más que nuestro cuerpo que se descompone cuando muere? Me acerco a un viejo moreno que atiende la oficina de administración de panteones. El tiempo nos separa, esas edades donde uno ve la vida con luz y el otro con claroscuros. Margarito, antiguo panteonero, me cuenta que este panteón tiene muchas tumbas que en su tiempo fueron muy lujosas, capillas y altares que hasta fueron construidas de cantera. Los lujos para los muertos, lastima que ellos ya no puedan disfrutarlos.
Humanos curiosos me digo. Hay muchas criptas de las cuales se nota el tiempo es el único que la acompaña, que seguro las familias ya ni están en la ciudad, y por eso se convierten en ruinosas esculturas. Las lapidas están rotas, y profetizo que algún supersticioso pensaría que de allí escaparon los muertitos, esos que extrañan los placeres terrenales.
“El destino del vivo es la misma muerte. No pienso que debemos de temerla. Aunque pues en las formas tal ves el hombre si puede temer, del sufrir, del dolor y la agonía. Pero si no hubiera dolor, no habría por que temer, al fin y al cabo pues es el mismo destino para todos. Lo aceptemos o no lo aceptemos, no es que si quiero o no, es irremediable, y de eso debemos estar consientes. La muerte es la separación de la vida, un fin” me cuenta Margarito desde su largo pupitre.
La muerte es invisible y parejita. Es curioso, es que no lo avisa a uno. Ni como ni cuando, el enfermo tal vez se alcance a dar cuenta, pero cuando se apaga su alma no se da cuenta cuando muere. Por eso considera Margarito cierto el dicho de morir es descansar. Reímos un poco de la muerte Margarito y yo, pues ni en nuestras palabras sabemos esta una razón.
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