Cualquier intento para describir lo indescriptible,
sólo colaboraría a destruirlo.
Pollock
Los notas musicales asentaban un clima bajo en el lugar, una bruma fantasma sobre la loceta pálida y quebradiza, discos de vinil ansiando un ultimo canto en una pared olvidada mezclada con el aroma rojizo del bar en el centro, la quinta de la ciudad, de los hombres perdidos y mujeres amantes. Los vasos se dejaban acompañar por los besos erizantes de una caguama fría bien fría. En la barra hay platicas bajas y una risa larga. Todos sentados, nadie mira alrededor, sólo al frente y un poco alado, esperando, siempre esperando. Columnas de burbujas nacen del fondo de tu vaso, emergen de la nada excitadas hasta alzarse a la superficie donde se reúnen con las demás de su especie. Levantas el vaso, que valga notarlo, nunca repite patrón con los vasos de aquel bar cantante, todos singulares. Miras las burbujas amontonadas, efervescentes. Deduces su especie natal, el pretexto de la reunión, pretexto sea día feriado, feria de pueblo, un pueblo en armas. Los tumultos pueden ser cualquier cosa, la razón es pretexto, todo depende del ánimo de las personas. La silla se hunde hasta sus negras patas, su fondo naranja vacío, a la espera. Cierras los ojos. Recuerdas tus ojos cerrados en el camerino, esperando los cinco minutos de ansiedad, respiras para que todo desaparezca, que nada salga a destiempo, todo a su tiempo; su momento llegará.
Me siento en la cuarta fila, octavo asiento. Intento molestar lo menos posible a mi paso. He llegado tarde. Lo sé. Las luces llevan tiempo apagadas, los escalones no presentan ese camino iluminado para el desorientado. Doy pasos a tientas, no miro más que la silueta de un centenar de narices atentas al escenario. Adaptativo como en un juego, encuentro asiento en una butaca vacía, abro mi saco y del bolsillo emerjo un pañuelo hecho bulto. Dos dedos juegan a desatar el nudo mientras cae el pudor de mi nariz postiza, la levanto y con un movimiento ágil la conecto a mi cuerpo. Al fin, camuflado, me vuelvo parte de una larga estela que comienza con el reflejo de mis gafas y termina en la curvatura de mis pozos. Respiro. Si no he llegado a tiempo, se que al menos tendré el tiempo suficiente para reconocerte. El camino es largo, nadie parece saberlo tan bien como yo. Atrás desaparece esa gran metrópoli donde se reúne un bosque de secos guayabos orando por las primeras lluvias de verano, debajo los valles de cañaveral que siempre te remontan a una mágica manada de zorros gigantes que duermen con la cola en alto, los esteros de Esquinapa que su gente natal apoda “El Atascón”, hasta bajar por el río de los dos continentes y llegar en el taxi de los trescientes pesos hasta el edificio donde, detrás del telón, te escondes bajo tu mirada en el espejo. Perder dos horas, luego ganarlas. El mundo mueve las horas a diestra. Dos horas antes vivía junto a mujeres y hombres con esa particularidad física que aturdía, caras custodiadas por una orejas de un tamaño desproporcional. Repetidamente contenía ese deseo de hablar, sentía que hasta la voz de mis pensamientos podrían escuchar, que terminaría rodeado de una turba enardecida, penitenciaria de pecadores. Han pasado dos horas y son la misma hora en el reloj. Burla pesada. Aquí huele a canton, aquí la gente canta al hablar.
Dos días antes de esperar, mientras caminabas lentamente esa vereda del parque custodiaba por enormes árboles de eucalipto, presentías. En el camino una familia sentaba miraba sin hablar. Aaaaaaaahh. Un terrible alarido envuelve el ambiente. Volteas. Un niño comienza a llorar. Sigues tu paso cuando una mujer detiene un auto entre violentos aullidos, el chofer se detiene perplejo mientras a tientas ella da pasos buscando su ayuda y la gente que la sigue unos metros atrás sin hacer más. Menuda su suerte. Ese día se reportaron seis casos, dos hombres, una mujer y tres niños, que en sus respectivos momentos, fueron victimas de una sorpresiva combustión espontánea a través de los ojos. El ataque, sin aviso, explotó con fuertes llamaradas que emanaban como sopletes iracundos. Ese rugir siempre delata, combustión en un día de parque, de un domingo que se presumía de placentero. Los ofendidos, victimas de la sorpresa, corren con aquella flamante ceguera de la banqueta a la calle, de la calle a la otra acera sin contener el silbido de dos cohetones enfurecidos. Los vecinos intentan calmarlos con palabras de apoyo. Pero para situaciones así, sabes, las palabras nunca son suficientes. Las palabras no mitigan el ardor de un bosque de pestañas en llamas. Caminaste en dirección contraria lo más rápido posible, y afuera del cauce del parque pensaste en ellos con algo de compasión. Uno piensa que sus problemas son el centro del universo, y luego uno se entera que hay personas que deben vivir con ojos que egoístamente explotan en llamas y lo dejan a uno con una vista oliendo a cenizas por semanas.
Emelia y su cuñado llegan a la segunda mesa, la que espera junto a la rockola. No se toman de la mano. Han pasado años desde la muerte de su respectiva pareja. Juntos se despiden de sus hijos y se alejan hasta llegar al Bar La Quinta. Aunque él por mucho lo desee [cree haber olvidado el sentir de amor que dos manos pueden compartir], actúa como si tal acto de tomarse de la mano fuera innecesario. Ella, aunque lo propone [recuerda las manos de su esposo con nostalgia ] complica mostrándose un poco alejada. Son soberanos del castillo del sábado que entra por la ventana del cielo, que cubre la ciudades de una ansiedad prometedora, con cálidos vientos prometen ya el verano. Locos, todos están ya locos, los locos andan con cemento y caminan sobre él, y aunque las estrellas nunca más caminen por las ciudades de la frontera, aunque la luna luce penosa escondida entre los edificios, no cesará de agitarse con la música; invitará a bailar, a que los cuerpos se peguen, se sientan juntitos la tela como su piel se eriza al contacto, y talvez con placer tome el lugar de los danzantes, y así por fin olviden que el tiempo existe al final de cada canción, que son eternos.
Te levantas justo a tiempo. Tus dedos descalzos se frotan entre si, se acarician alegres mientras una clase se aleja en el viaje de un paso a otro buscando la plataforma principal. Ingresas al escenario por la entrada lateral, un camino corto hasta tomar tu lugar, los dedos firmes al frente, en un estado de estricta concentración. Aunque integrante de la compañía de teatro, ya no la sientes junto a ti. Aunque el público llena de narices la oscuridad, sabes que en momentos serán acaso el minúsculo reflejo de una selva de luciérnagas en movimiento. Sabes que él te mira en un lugar por allí, escondido detrás de la sombra. Pero es sombra, así que estas sola, en el espectáculo iluminada por diez soles que son cometas brillando en su viaje a través del universo, tu danza comienza.
El Mahmuth dispara la tarola. El bajo incita. El mostacho musical. Amelia y el cuñado llevan abrasados con cada canción de pretexto. Al mismo tiempo, ese norteñito se expande, se inyecta de danzón las vértebras del más estéril presentes. Nadie quiere sentirse solo en un universo tan vasto. Con dos manos te levanto de un jalón. Sonríes.
Durante el baile, siento que no soy yo. Siento que me separo de mi persona, una valija, que algo fluye por mi cuerpo, lo toma, me pierde en el baile. La gente dice que bailé espectacular, que mis pasos no eran de este planeta, que fue tan sublime que se escucharon varios cuerpos azotar desmayados en las filas anteriores. Yo no sé bien que fue lo que paso, vuelvo a mí junto a mis compañeras en un baño de aplausos estallantes. Lo siguiente es que lloraré dias sin salir de mi cuarto.
Una lagrima cae sobre las palabras, las palabras lloran contigo.
El escenario es bastante oscuro, mi vista bastante mala. Su cuerpo se contornea desprovista de columna, se yerguen en un juego de movimientos aéreos, flexibles arquean sus brazos, dejan sueltos los dedos como cuerpos colgados, inertes, y con un ligero impulso se llevan todo al aire, flotan desafiando todas las leyes básicas, se mantiene, gira deformando un cuerpo esbelto, recreando siluetas que hasta ahora me parecían extintas. Intento reconocerte entre los cuerpos, dos, tres, cuatro, uno. El baile me recuerda en un globo de memoria a la primera ves que te encontré, ese día bailamos.
Detrás del globo estas tú, pero el globo flota y floto con el, detrás, una nube ríe con tu cara.
En tu bolso encontré un boleto de ida, yo tenia el de regreso. De nuevo la bruma inunda las terminales. Gente llega a encuentros momentáneos, siempre procura llegar no antes, no después.. Sonrío, he dejado de pensar más. Esta terminal acaba el viaje. Comienza otro. Dos parejas en medio del neón de una pista nocturna. Sonríen desconociendo el amor que fluye entre ellos. No pienses en amor, espanta. Si acaso exista un diccionario para aquellos sentires, se definiría algo nuevo, mágico. Hablaste por tiempo y al fin entendí. Un viaje, movimiento, la danza, un encuentro, te levanto. Te beso. Y ahora bailamos de nuevo, bailamos hasta desaparecer.
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