Nadie podrá parar tu vuelo.
Las lágrimas que silenciosamente derrama tu madre secan tu apetito. Se escuchan las gotas raspando por su piel, rechinando por los finos vellos detrás de sus poros, ensuciando de ruido las esquinas con su espacio circundante. Esta será otra noche sin que toques el plato con gelatina de piña. Te aprietas la sabana a la piel, cubres la mitad de tus ojos para mirar la realidad a medias, te imaginas que es una capa impermeable que no permite la entrada de las radiaciones de corazones ajenos, viejos corazones de uranio. El doctor llega de bata blanca, toma su termómetro y lo inserta en tu axila, verifica tu temperatura corporal, enciende la luz para navegar por entre tu ojo. Miras sus facciones transformase entre la bruma de la duda, incapaz de comprender tu tos que expide plumas al aire. Ligeras, suspendidas en el espacio, meneándose suavemente como al son de una canción muda. Hermana las mira silente con la sonrisa pintada a su cara. Madre la pellizca colérica, el doctor se acerca y le muestra una placa negra donde tus huesos están impresos; incomprensible para la ciencia las mutaciones que sufren tus omoplatos, mama no aguanta las explicaciones y libera un sollozo escandaloso, de inmediato lo ahoga en su solapa para no contagiarlo. La miras de reojo con algo de pena, con una ternura de madre intentando explicarle a su hijo que toda mascota al final se libera en la muerte de su prisión.
Son solo plumas. ¿Por que tanto alboroto? Como si nunca las hubieran visto acomodadas bajo sus cabezas sonámbulas. No te arrepientes, claro que no, quien podría arrepentirse de buscar la cima del mundo. Miras el techo lechoso, tan blanco como las nubes que vuelan alto, bien alto, esas nubes pomposas que se la tiran de magnificas, esas mismas que ese día intentaste derrocar.
Siempre te dicen, no lo hagas que te vas a lastimar, sabes que te quieren transmitir sus propios miedos caramelizados en fracasos, tu pelas miedos con la mano.
Bájate de allí, ni que fueras chango- te reclama tu madre.
Pero no escuchas ni pío, mula terca. Como el día en el kinder que te fuiste vestida de paloma. Cuando la maestra arrugadita repartió los animales para el desfile; sentiste un alivio por ser paloma blanca. Bendita tu suerte. Pobre de Dieguito el cochi, de Martina la pescadita, de Ramiro el león. Es que en esa rifa se decide todo el futuro, una vez repartidos los roles nos predestinan a cumplir con la función. Es obvio que Diego es el cochi por gordo, por que en verdad se atasca las tortas como si fueran las últimas del universo, desesperado porcino, y Martina siempre huele a sudor, en verano le salen escamas de la piel y expide ese olor a nosé que de las pescaderías, y Ramiro el peleonero, seguro terminará como golpeador de mujeres. Por lo que te hace pensar del rol animal que le repartieron a la niña que en el futuro será su mujer, una gacela , seguro que sí. Pero tu eres paloma blanca, ni gris ni nada, aunque no te caigan del todo mal, por que al final todas vuelan cuando la cosa se pone fea ,vuelan y se postran sobre los cables a wachar. A wachar y cagar.
Ese claro día te vestiste con sumo honor, empezando con los calzones blancos nuevos de paquete, camiseta interior debajo de la camisa de botones de la primera comunión, unos shores blancos para el calor, calcetines desenvueltos hasta la frontera de la rodilla, tenis recién lavados con jabón, agujetas tan blancas como los dientes de los que anuncian pasta de dientes, alas de cartón con plumas de papel de china blanco agarradas de un mecate sobre tus brazos. Mama armó con tela la cabeza alada con pico de visera. Nombre, eres la cosa mas hermosa del planeta, hasta te amarraste una pluma que encontraste en el jardín, olvido de una palomita que siempre llega a picotear bajo el yucateco gigante.
Nada malo te habría pasado, ni antes ni después del desfile de animalitos deshidratados por el calor, si después de la foto que tomo mamá, después de todo el viaje de regreso, si papa hubiera ido al desfile, si mama no te hubiera dicho de la forma mas amable que podías quitarte tu disfraz de paloma blanca. Te invadió una indignación, una cólera que muchos médicos determinaron extinta en el siglo XIV, empezaste aletear con el carro andando, aleteaste duro y gritaste mostrando tu negativa, pateaste determinantemente el tablero y se tiraron todos los papeles de la guantera. La ala izquierda cundía el espacio violentamente, tanto que en uno de sus aleteos pinchaste con la punta el ojo derecho de mama y allí fue cuando estalló la cosa. Una palma voló directo contra tu mejilla, un regaño intolerante, las lagrimas que no se dejaron esperar. Escurrieron hasta los mocos. Sobrevino tu primera etapa de enmudecimiento. Aunque dolieran las lagrimas cuando caminaban por tu mejilla rosada, no dijiste ni pío.
La resistencia se instaló en casa. Ninguna palabra de resignación ni protesta salían de tu boca. Durante las comidas, usando la cabeza de pichón con visera de pico, comías carne y arroz con agua de tamarindo. Papá por momentos intento complacerte, comprarte con regalos como todos los padres hacen cuando no saben resolver los problemas. Pero el problema era mucho mayor que todo lo que existía en la casa.
Durante los atardeceres sales a pisar el césped con los pies descalzos, a una hora exacta donde el sol pinta de amarillo el cielo. Aparecen los primeros vientos que enfrían el sudor de las paredes y las plantas. A esa hora empiezan a volar un montón de pichones de todo el mundo, vuelan unos detrás de otros en circulo como cazas de la Segunda Guerra Mundial, en caída y recogiendo el vuelo hasta llegar a los cables de electricidad. Como citados, uno a uno llegan a ese punto, a esa hora, todos puntuales.
El árbol yucateco siempre ha sido majestuoso. El mas grande de todo el jardín. Su blanca piel se separa en gordos brazos por donde es fácil escalar. Parece como si sus hojas quisieran llegar hasta donde las nubes descansan. Y los pichones que sobrevuelan esa línea punteada negra que espanta la oscuridad. Volteas con la nuca doblada al máximo, miras el cielo caminar sobre de ti. Los parpados dejan de funcionar mientras succionas violentamente todas las imágenes sobrevolándote. De repentino corres adentro por el pasillo, pasas por donde tu padre mira inmóvil el televisor, por donde tu madre habla amarrada al teléfono, corres sin parar hasta que entras a tu cuarto. Abres el primer cajón de arriba, remueves la ropa y no hay nada blanco. Abres el segundo y notas que se repite la cuestión, en el tercero, el cuarto. Abres tu ropero y desesperadamente tiras cada prenda al suelo, interrogándolos por respuestas, implorando que culpen a quien ya sospechas. Los peores temores parecen materializarse, cuando ni entre los blocks ni los peluches esta tu cuerpo de paloma. De nuevo las lagrimas empiezan a surcarte la cara, pero tu mandíbula no parece estar satisfecha, endurecida como el hocico de un pitbull, no pasa otra cosa que explotas en un rencoroso alarido desde tu cuarto. Cuando llegan tus padres, solo miran tu cuarto volteado patas pa´rriba. Los ves con un rencor, ni siquiera esperando de ellos el mínimo de confesión, no es necesario, no es necesario encontrarles culpabilidad a una conspiración que empezó desde cuando supiste que no eras humano, sino alado.
Te levantas sin dejar de mirarlos en ningún momento, sin oírlos en ningún momento, por que algo te dicen, los dos desesperadamente amarrando palabras huecas para justificar una duda eterna. Esas ya te las sabes, sabes quienes roban tus dientes y dan boletos de camión a tus perros. Sin esperar, corres directo hacia los dos cuerpos que te dieron vida, por entre sus piernas con tanta fuerza que no les es posible detenerte. Corres de nuevo pasando por el teléfono descolgado y el televisor encendido. Corres por el pasillo hasta afuera pisando el césped. Al pie frente a ti las enormes patas del árbol yucateco, árbol prohibido por razones nunca expuestas. ¡Bájate de allí ni que fueras chango! te decían con una fuerte nalgada. Levantas tu mirada y miras las nubes rascando su barriga con la punta de las ultimas hojas. Con tus manos tomas el brazo menor del yucateco, comienzas tu ascenso con el pie derecho, y jalando subes tu otro pie, subes al cuerpo y asi pie por pie, pedazo por pedazo subiendo por los niveles del yucateco te alejas. Poco a poco se va quedando lejos la tierra media de los hombres y te acercas hasta el reino de las nubes.
Tus manos se aprietan a las ramitas, las jalas para impulsarte mas y mas, alejándote por kilómetros de esa casita que sujetas con los dedos. Un par de pichones miran desde el tendedero la inusual pintura del árbol y la niña. Codea a su compañera para que mire tan curiosa hazaña. El chisme corre con el viento. De la nada todas las palomas miran, cuchichean, auguran, algunas ya vuelan emocionadas apostando por estadísticas sobre el resultado de aquella sorpresiva actuación, mientras pasas por entre las ramas que empiezan a tupirse. Con la cabeza truenas la telaraña de madera, avanzas sin rumbo buscando silabas de luz entre una sombra expansiva. Tus manos ciegas que se sostienen por ramas cada vez mas delgadas y crujientes. Los huesitos del árbol se desquebrajan con tu peso, apenas soportan tu misión suicida. Al final miras la luz que abre la puerta a las nubes, lo lejos queda ya cerca, tan solo falta alcanzarlas con la mano, subir a ellas y dejar que te lleven a donde sea que viajen, levantas tu mano, enderezas el dedo índice para rasgar su orilla, a milímetros esta todo, la rozas tan pronto como te alejas, que quiebra el silencio con miles de ramas intentando detenerte, tus ojos viendo las nubes alejarse de ti, el túnel desbaratándose ante tus ojos, tu cayendo al vació hasta las fauces de la tierra.
Tus padres llevan media hora dando vueltas en el automóvil. Cruzan cuadras con sus miradas atentas a las banquetas, a las caras , entre ramas y personas. Llamaron a la policía, preguntaron a los vecinos, a los jardineros, al hospital y ingenuamente al carcelero. Madre recrimina en llantos al padre, el mira la calle con el volante en mano, recrimina a su hija, se deslinda de su esperma, se deslinda de su descendencia. Llegan a casa.
Las palomas picotean debajo del árbol yucateco. Llegan por miles de todas partes de la ciudad, aterrizan justo debajo del tronco donde se unen al mitin. Te encuentras sumergida en una pasmosa oscuridad, iluminada apenas por chispas de luz entre mosaicos. Nadie en tu cuerpo responde. Escuchas voces, oraciones intentendibles, suspiros en voz tenue, sobre de ti, por ti, para ti.
Tu madre entra consternada, voltea mirado el montón de palomas amontonadas, moviéndose unas con otras; nunca había mirado tantas en su jardín, nunca había notado el ruido que hacen cuando están juntas, nunca imagino ver tu mano desplegada sobre la tierra, tus dedos inmóviles, palomas que siguen bajando del cielo. Grita corriendo, se tira a tu cuerpo sin que eso perturbe a los alados, avienta su brazo para removerlas de tu cuerpo, al fin ve tu cara, con los ojos abiertos, la cabeza perpendicular a la tierra, sin moverte, sin palabras que responder a sus suplicas, como parte de la campaña del silencio que aun cumplías.
Los siguientes dias han sido largos, pero con un cuarto de tono helado. Eso te ha traído paz. Hermana duerme en el sillón y mira las caricaturas la mayor parte del tiempo. Mama y papa llegan, te miran y besan las mejillas, hablan entre ellos en secreto y puede oírse por momentos sus discusiones en el pasillo. Doctores llegan y se van. Miras la ventana y de vez en vez te sorprende la claridad del vasto azul, te sorprende mirar palomas en la orilla. Llega otra y sigue otra. Las tres están inmóviles, no aletean ni mueven sus patas por la angosta orilla detrás de la ventana, solo te miran fijamente. Esto no te asusta, cosa que te sorprende por la rareza de los tres animalitos mirándote. Miras alrededor y miras a tu hermana dormida. Hermana, hermana, empiezas a gritarle. Tu hermana se levanta asustada , te mira y pregunta la razón de tu llamado. Le dices que estas algo acalorada, que si de favor podría abrir la ventana un poco. Ella se levanta del sillón, descalza da dos pasos por el pálido mosaico del cuarto y abre las ventana causando que dos palomas se alejen por el cielo azul. Ella, atolondrada por alguna pesadilla, regresa automáticamente al sillón ,se deja caer de boca para continuar su sueño. La paloma restante estira sus patas en pequeños pasos laterales hasta quedar frente al espacio abierto. Gira cabeza de un lado al otro, como girando el cuadro que contiene tu retrato acostada en la camilla. En dos aleteos se acerca hasta el barandal de la camilla donde estas recostada.
En una oficina marrón, cuelgan colguijes con marcos sobre papel impreso, un escritorio con tinta de oro muestra al doctor intentando explicarle a tus padres los procedimientos a seguir. Aquella solloza apenas entrecortando para aspirar algo de oxigeno que funciona como combustible para mas y nuevos sollozos. El padre lo mira hasta perderle la pista de sus palabras. Entiende la situación de una operación medica, de la imparable ascenso de números y cuentas por jeringas y honorarios, del futuro endeudado que le promete un doctor con una sonrisa malévola. Pero que mas le queda que un amor forzado, aceptar el inevitable paso accidentes, sin otro objetivo mas que cambiar el rumbo de la normalidad.
Los pasos de tus padres son lentos, fraccionando el paso del tiempo como si fuera capaz de impedir el paso de la camilla, del oxigeno entubado, del suero inyectado, del bisturí que se postra contempleando el vacio de una camilla vacia, del aire que mece el cabello de una niña durmiendo con el canto de una televisión prendida, con una pluma que flota sobre una paloma que mira el tumulto con sorpresa.