A la fotógrafa poeta
Pensamiento diario. Me levanto temprano, no importa la hora, solo saber que estas despierto, ojos con lagañas de duda, con que objeto despertarme en la mañana, una casi tan igual como la de ayer. Mejor aun, con que objetivo estoy aquí perdiendo el tiempo pensando en eso, tan siempre cuestionándome todo, sin nunca llegar a nada, sin estar ni ser, que ha llegado a un punto donde mi cuerpo ya no espera mis razones, sino cansado de tanto deliberar, actúa por su cuenta. Pero la mente se aferra con uñas, sin entender la repetición de los casi mismos actos, de levantarse con café, de buscar la misma oficina, de presionar las mismas teclas, y en general de razonar sobre las mismas cosas. He perdido la noción del tiempo, me ha dejado abandonado. No recuerdo ayer, no doy cuenta de mis pasos, hoy es insignificante ,es, floto, funciono enteramente en piloto automático.
Todos los martes. Hoy es martes, martes de café con Mónica. Nos reunimos en el Café Ático de Zaragoza . Es un lugar normal, donde nos ignoran lo suficiente para que el café no se enfríe y podamos estar sin ser molestados. Como de costumbre Mónica pide capuchino frío, yo café negro. Todos los martes. A Mónica le gusta empezar las conversaciones, le gusta continuarlas y concluirlas. Desde que comienza yo solo la veo, me concentro en sus ojos e intento escucharla. Miento. La veo a los ojos, pero los apago, parpadean a un ritmo mas lento, respiro por la nariz, bajo mi ritmo cardiaco hasta que hay un momento en que dejo de verla. El café abandona su aroma, absorbo el liquido como con la nariz tapada, sin sabor, solo entra a intentar llenar el vacío de mi estomago.
Mónica esta conmigo por que me ha vuelto su sesión de costumbre de cada martes. Lo se. La seguridad que da la rutina de evitar al pensamiento que autojuzga. Una visita no tanto obligada, me necesita ver así, decadente, para notar que su situación no es tan mala, también porque realmente le importo un poco y necesita encontrar que tal vez ella influye en la búsqueda de mi propia mejoría, y principalmente para desahogar las penas del día a día que la inundan y que en este mundo, nadie quiere escuchar.
Yo claro, no evito su visita, pues hasta dentro de esta relación dicótoma, ella es parte de un orden que no puedo ni intentaré cambiar. Si esta aquí conmigo, es por que así ella lo quiere y no voy a negar esa posibilidad. Así que me siento a terminar mi café, intentar leer sus labios para entender alguna palabra de lo que dice.
- Estas mas delgado- me dice sin recibir respuesta
- Damián, has bajado de peso- con una mirada filosa, directa, no apta a interpretaciones.
La veo, ahora realmente la veo, y solo encojo los hombros. Levanto la taza de café y llevo un pequeño sorbo a mi boca. Enjuago mis encías con el liquido y lo ingiero. Mónica comprende que le cedo de nuevo la palabra y al instante continua, mira afuera y desenvuelve de su boca la continuación del discurso. De la nada, simultáneo a boca movediza, levanta su mano derecha y la mete a su bolso. El movimiento rompe con el orden en el ambiente y llama mi atención, enfoco en la búsqueda, la mano que desaparece en la cueva de cuero, el momento en que resurge de las tinieblas con una hoja de papel, lo aprieta contra la mesa y lo acerca a mi. El papel es cuadrado y esta impreso, pero su mano no me permite entender lo que dice.
- ¿Que es eso?- Ladeo mi cabeza sin separa mi vista del papel.
- Necesito un favor. Es para mi taller de hipnosis. Necesito llevar a un sujeto para mis prácticas - Lo ultimo lo dice sin mirarme, con una ligera mueca que interpreto como pena. Me quedo en silencio unos segundos de mas. En la hoja esta la dirección de la Universidad Autónoma del Noroeste, Facultad de Psicología. Ave Madero esquina con Flores Magón. Edificio B salón 202. Hora: 11:00 AM.
- ¿Cuando, y cuanto tiempo implica? - Pregunto seco, sin rodeos.
- Es el jueves, es solo un ejercicio del taller, serán unas preguntas básicas para aprender a dirigir una sesión de hipnosis. Te prometo que será rápido, te lo agradecería eternamente.
Poco me importan las gracias eternas, no tengo tiempo ni espacio para guardarlos, pero para la cuestión que ahora incumbe, analizo rápidamente mi instante sentado y la certeza que mañana no tengo nada por hacer. No me mataría (aunque de hacerlo ya de por si seria memorable) experimentar una sensación como la que me ofrece, que me lleven de la mano por un paseo mental, es tentador pasar el tiempo así, miro el reloj en el Café Ático, un gato negro que cada segundo mueve la cola de un lado a la vez que sus ojos al otro. Pasando el segundo y casi entrado el segundo segundo, la cola va al contrario y sus ojos se afianzan de igual manera. Cuando me di cuenta que esto continuaría eternamente, pensé que llevada horas viendo al gato en la pared y cuando recordé a Mónica, desee que ella todavía estuviera en mi mesa y no se sintiera ofendida por mi urgente retirada. Cuando vi el otro lado de la mesa, note que ella todavía estaba, tenia una mascara de duda en la cara, suspire de placer y dije.
Nada como el beneficio mutuo.
II
Intento acomodar mi cuerpo, llegar a un estado de serenidad con la mirada fija al techo. Tablones de madera sostenidos por vigas, lo que aun me permite mirar los lunares e intentar encontrar las bellezas ocultas, los ojos de algún árbol que murió despierto.
Mónica esta a unos cuantos pasos de mi, esta sentada mirando unas hojas, preguntándome por mi comodidad. Claro, si es un bonito sillón de piel, con un ángulo que nace en mi cadera subiendo por mis vértebras sin parar hasta sostener mi cráneo, viendo felizmente el techo del lugar.
- Damián - la escucho como un balbuceo – Damián - repite tomándome del brazo. Miro sus ojos, aquellos destellos solo de Mónica, tan llenos de paciencia, y me dejo comprender.
- Quiero que me digas cuando fue la ultima vez que estuviste feliz
Levanto mi cabeza para pensar, bien podría ser, ese, levanto mis manos y golpeo el sillón - este sillón es el mas cómodo en el que he estado en mucho tiempo - lo digo con una sonrisa sincera.
- Damián, quiero que recuerdes un día feliz antes de este momento- me pregunta pacientemente.
Me pongo a pensar de nuevo, pues digo no soy bueno con eso de los recuerdos, están varias imágenes, bien podría ser esa, o esa, todo es cuestión de sopesar. Inclino mi cabeza para verla y le digo - huevos estrellados con tocino y pan birote, una taza de café negro y un cigarro.
Ella hace un ruido, como una eme larga, lo dice con los labios cerrados, una ventrílocua interpretándome, desgajándome en cada palabra, en cada acto. No me gusta eso, hasta las bromas son un discurso descifrable, una carta de presentación. Decido unilateralmente que es mejor quedarme inmóvil, hacerme el muerto, expedir olores desagradables para alejar al cazador.
- Damián, quiero que respires, que aspires y expires lentamente, sin prisa alguna- dice Mónica
Obediente, decidí dejar fuera todo pensamiento de mas, adiós el mundo exterior y el circundante, apresurar mi viaje a la mente alejada de este momento, adiós tablas de algún bosque asesinado, si dije, bueno adiós, concéntrate en la voz de Mónica, en la respiración que fluye desde tus pulmones hasta la atmósfera.
Al principio mi mente no dejo de cuestionarme el uso del tiempo, deseando estar en otro lugar, en un parque viendo hojas volar. Pero luego la voz de Mónica se volvió como una marea que iba y venia sin parar. Sus palabras se volvieron gotas que chispeaban mis mejillas, y así mi voz desapareció, no sin dejar de suplicar, blasfemar, hasta transformarse en nubes que flotan lentamente por el cielo de mi mente. Los dedos de mis manos se vuelven líquidos, y al fin libero a mi mandíbula de su apretada labor de verdugo.
Al fin llego a la calma, así que esto es la calma. Cada pedazo de mi cuerpo yacía inmóvil, cuasi como la muerte, de la mano de una voz inentendible, pero fundando una seguridad a mi paso, por el blanquizco escenario de paz, de ausencia de conflicto.
De la nada empezó de manera exhaustiva, no cansada pero si de un torrente interminable, a regresar en el tiempo, obligado a dejar ese espacio de paz, dejando atrás el desayuno de huevos estrellados con tocino, del birote, la taza de café y el cigarro. Ni siquiera tuve tiempo de mirarme en el pasado, todo pasaba tan veloz en búsqueda de un algo obligado, irreconocible, un olvido en la memoria.
III.
- ¿Donde estamos Damián?- preguntan
Justo cuando entiendo que hemos dejado todo atrás, mi mirada gira a los alrededores. Los edificios enormes, tan altos como los piernas de un gigante. Abajo todo es movimiento, el sol no aprieta su paso, aun esta la brisa de un frío que se aferra a los dedos. Es una mañana, la ciudad despierta. Trato de reconocer el lugar, miro a la gente que camina, todos a un punto, todos con un ritmo, con una prisa a un gran agujero en la tierra. Estación Insurgentes
Camino instintivamente, como parte de una gran marejada que entra por gravedad al agujero. Las escaleras que se adentran desde la superficie, los pasos acelerados de la gente, una morena con sus pequeños levanta una mano de cuchara sin decirme nada. Un escenario dramático, las prisas nunca han sido parte de mi vida, las deje por la buena hace tiempo. Casi llegando al pasillo, mi hombro se avienta empujado por una pareja que camina apresurada. Uno lleva una enorme mochila a la espalda, ella lo toma de la mano. Llegan a la ventanilla y compran sus boletos alejándose rápidamente.
No les alcance a ver las caras, pero reconocí el momento, reconocí la partida.
- ¿Quienes son? - pregunta la voz de Mónica
- Soy yo, estoy a punto de irme – respondo seguro.
Volteo y veo a Mónica, no como Mónica, si con sus ojos inconfundibles, pero vestida de ejecutiva, con un maletín negro en su mano derecha y un Blackberry que encuentra sorprendida en su bolsillo.
- ¿Que haces aquí?- Le cuestiono
- Vine a ver con mis propios ojos que es todo esto
No me apetece del todo la morbosidad de su intervención, pero que importa, ellos ya se han adelantado bastante y solo esta la posibilidad de seguirlos y encontrar por que es tanta la prisa.
- ¿Tienes dinero? - Pregunto acelerado- hay que seguirlos
Ella sonríe, abre su bolso y me pone en la mano una moneda de 5 pesos. Me apresuro a la ventanilla donde una señora de lentes atiende
- Dos por favor.
Volteo al fondo de la estación, los dos jóvenes se han adelantado bastante, esperan ya en las vías. Tomo la mano de Mónica y le arrebato de su lugar. Empujamos a la gente ante la mirada furtiva de un policía, pero enseñándole los boletos y la sonrisa sensual de ella, nos deja en nuestro camino.
Caminamos, acelerando el paso como si los pies empezaran a entender la situación, la importancia de una búsqueda de lo desconocido, como un tesoro revelador que infunde el ímpetu de continuar, con la misión sin cuestionamientos de acelerar, acelerar al paso en cuanto el tren se detenga en el anden. Los segundos abren las puertas. La gente que se mete al vagón y busca inmediatamente un asiento para la travesía. Y nosotros ya corremos, como entre un bosque en llamas, dejando a la gente atrás en el olvido, en esa pasmosa penumbra vacía.
Justo cuando el tren advierte sus últimos segundos de estadía, justo en ese último que nos esperaba con su mano para tomarnos y dejarnos entrar, me doy cuenta que el tren se mueve con nosotros dentro. Mónica mira su Blackberry y voltea detrás de su hombro a un asiento amarillo, para minusválidos y personas de la tercera edad. Se sienta y me toma una fotografía.
- ¿Entonces eres tu el de sudadera verde?
Asiento con la cabeza
- ¿Y ella? Están enamorados – me dice sonriendo- Se nota. Mira nomás como tomas sus manos, como si quisieras encontrarles el alma, enredándose para que no se separen nunca. Y ni miras como ella te mira, con unos ojos llenos de ternura. Es una escena melosa sabes, mientras todos vamos al trabajo, ustedes se aman, una típica historia romántica en el metro de la gran ciudad.
Cuando dijo eso, recordé que eso pensé, que talvez eso le dije, que eso lo sentí. Cuando estuve allí comprendí que esa vez había sido mi ultima emoción. Vi mis manos con las suyas, ambas tan suaves como las nubes. Y ahora las mías duras y corroídas por el tiempo. Comprendo ahora, que ese día sacrifique todo y no lo sabia, cumplir la misión ese día de irme, el boleto escondido entre mi ropa, y mientras las estaciones pasan, llegaremos a Pantitlán y cambiaremos a la línea amarilla, y allí no habrá vuelta atrás.
Un vaivoneo del tren me hace ver a Mónica. La ejecutiva concentrada apuntando en el teclado de su aparato todo lo que esta pasando.
- ¿Ahora entiendes como eres?- me dice sin verme.
No me gusto su pregunta, menos la respuesta. Veo mi imagen reflejada en la ventana del vagón, entrecortada por las luces del túnel. Puedo ver sus espaldas juntas, ella acomoda su cabeza en su hombro, el la acepta y se acomoda en ella.
- ¿Y si cambiara las cosas? – me digo
Mónica olvida su aparato y me ve sorprendida.
- Damián, te das cuenta que este es un evento pasado, la conclusión esta definida en tu presente, esto es solo un episodio reprimido en tu memoria. Por alguna razón, los eventos que siguieron a este decisión no fueron el monumento que construiste, y sin pensarlos los borraste de tu mente, desde el inicio, desde este momento.
Maldita vieja, aquí me esta diciendo que ya jodido no puedo cambiar las cosas. Si ya estoy aquí.
Estación Gómez Farias.
Continua sermoneándome. Pero ya no me importa, solo estoy concentrado en mi, en ella, en ambos. En el cierto suceso de momentos después de este momento, el amor distante que se marchita como una planta sin agua. Estación Zaragoza.
- Aquí es – afirmo interrumpiéndola
Mónica se levanta con el aparato en sus ojos, camina con su codo en mi mano, gente intenta entrar, intenta a empujones salir, es por Pantitlán, yo lo se, ella no, la empujan un poco, apenas sale del tren, apenas se cierra la puerta del tren y meto mi mano, la dejo en la estación que se aleja también en la penumbra.
Ahora estamos solos, ellos dos en los primeros asientos frente a la puerta, yo viéndolos desde el segundo vagón. Lo que fue la voz de Mónica cambio por la música de un viejo gordo con un estéreo amarrado de su mochila, las bocinas escondidas, pero en su frente el aparato reproduciendo música de los Bukis con José José, en la mano varios discos piratas, yo me paro detrás de él, siguiendo su lento paso en busca de clientes, en busca del paso que debo dar para detener el preámbulo de un colapso.
A todo volumen llegamos a Pantitlán. Y en Pantitlán al tren se le derrumba la gente, los pasillos se retacan, se acaba el aire en el camino de las masas. La pareja empieza alejarse, siguen de prisa las flechas a la Línea Amarilla. Inmediatamente inicio mi persecución, detrás de ellos que se alejan entre la marea humana. Me siento como nadando en contra de la corriente. Cada que siento avanzar, ellos se alejan de mi, como si caminaran sobre las cabezas de las personas, imposible ser mas rápido que esto, no hay espacio entre este concurrido maratón. Si sigo así nunca los alcanzaré, nunca podré detenerlo, dejarlo aquí con ella.
Me brinco un barandal al pasillo donde la gente va en sentido contrario. Voy a contracorriente, un policía podría detenerme. Pero que importa. Me es mas fácil correr hacia ellos como una locomotora desbocada para que sean ellos quienes se quiten de mi camino. Y corro como loco. Corro por última vez, respiro tan fuerte para no parar. Por que el amor real se aparece en tan pocos momentos que embriagados lo sacrificamos como dioses a sus creyentes. Por que una vez sólo, la vida se vuelve tan sin sentido, tan mía, y mío es lo que conozco, y entonces la rutina de pareja que tanto evite se introduce por mis venas, y el cansancio de los dias es tan pesado, que dejan de importar. Ese yo no tiene por que boicotearse el futuro, sino probar la emoción, al menos sentir el amor de aquellos labios que lo besaron con ternura, al menos aventurarse.
IV
Mi mano apresurada brinca el último obstáculo y quedo a escasos centímetros de mi. Me impresiona un poco verme de tan cerca, la oreja tan despejada de ruidos, la mirada tan certeramente concentrada en su camino, el avance de un avión a punto de despegar.
Jalo la tela de su codo. El me ve, nos vemos unos segundos tan eternos como el gato del café, no estoy realmente seguro si me esta reconociendo, pero yo no puedo dejar de verme, de esta posibilidad de reconocerme antes de hoy, veo que ella no presta mucha atención de mi, seré acaso otro loco vagabundo que habita los inframundos del sistema del metro de la gran ciudad. Noto inmediatamente que esta a punto de abandonarme, desesperado con el tiempo pisándole los talones, lo único que se me ocurre decir para regresarlo es.
- Quédate.
Un verbo afirmativo en presente. Una acción y mejor aún, una orden. Era una orden que le daba, ella me volteo a ver intentando encontrar la boca de aquella orden. Su mano no se alejo de el, de mi, y yo, solo me vi como intentando descifrar el misterio detrás de la carne en mi cara.
- Tengo que irme amigo, voy tarde para mi vuelo.
Justo termina y me entra una furia, por debajo de mis parpados y como una chispa en un río de combustible avanza hasta la punta de mis dedos. No comprendo aquella firmeza decidida, aquella prisa a lo desconocido, peor aún después de encontrar lo buscado. De seguro nota que mi cara se transforma porque da un ligero paso atrás, ella se cubre detrás de él.
- Esta bien amigo- me dice volteando a sus lados, buscando algún policía que encierre para siempre en mi pasado.
Regresa su mirada y enseguida voltea a verla. Se miran mientras el husmea con su mano izquierda un pantalón desgastado que usé. En ese momento pude verla un poco mejor, verle los enormes ojos como destellos de estrella, su cabello que cae suave como selva desde una montaña sagrada. Aquella mirada, inteligente, llena de sentimientos, pero especialmente era una mirada al corazón, una entrada que mostraba su yo sincero, desmascarado. Su boca no decía nada, solo su mano que no dejaba de apretar la mía, la suya, y me miraba de reojo, pero nunca a los ojos. Talvez ella si entendía, pero yo, ese joven no entendía. Cuando sacó unas monedas, y cuando iba a dármelas, no me contuve más.
Lo tome de la mano y lo jale, rompiendo la cadena con ella, y alejándolo un poco ante la mirada curiosa pero nada intervencionista de los capitalinos tan acostumbrados a estos ataques de delirio.
- Amigo, quédate aquí, quédate con ella- le digo señalándola con mi mirada.
El voltea a verla, una ella parada, inmóvil. La multitud que no a cesado su paso, creciendo en número. Un segundo vagón, llegando desde pinchi Barranca del Muerto.
- Toma- me ofrece las monedas- me tengo que ir amigo- me resuelve
Su brazo deja de ofrecer resistencia, los segundos, los minutos que no dejan de caminar vestidos de traje, de falda ejecutiva, con mochilas llenas de apresura, su cabello que empieza a desaparecer entre ellos, los vagones que llegan con más cuerpos desde Observatorio, y la gente que viene de regreso y los vagones anaranjados que no dejan de pasar, y aprieto mi mano a su brazo, entierro mis uñas a sus venas para que vea el futuro de sus actos, que alcance a ver lo que nadie sabe hasta el futuro, y que yo sufro saber.
- Me tengo que ir, si no perderé el vuelo.
Y veo el reloj que se detiene un segundo y retrocede, que el reloj suda sus números, su intención de seguir contando el tiempo, con un sudor salado, con una humedad invadiendo injustamente un invierno de sudaderas y rompevientos. Ella ha desaparecido entre cuerpos que se han vuelto un caos en el pasillo, caminando sin rumbo. Intento buscarla con la mirada pero es imposible. Los cuerpos empiezan a toparse unos con otros, torpemente caen al piso. Sus facciones pierden humanidad, maniquíes sin caras, se vuelven lisas como la nada, y cuando me veo también veo que su cara es lisa, con el sombrero y con una barba de plástico, los sonidos empiezan con un largo eco a mantenerse, un calor que no deja en paz, derritiendo los pilares de las estaciones, al chofer del vagón reventado contra la ventana, de la mano líquida de un mono sin vida desbaratándose ante mis ojos, lo arrastro desesperado, reventando en el camino las masas que caen como viejos jarrones de agua. Mis lágrimas arden en mi mejilla, crujo con tanta fuerza los dientes hasta reventar mis molares en mil pedazos, el último intento se sacrificó a si mismo antes de acontecer, en contra mía, todo en contra mía. Un rechinido se escucha desde la sombra del túnel, el ojo de la serpiente metálica que se acerca y me detengo en la línea de seguridad para los usuarios. Ningún mapa muestra colores ni destinos, con su mano que se vuelve solo aguada masa de tortilla rancia. Su cabeza en su última posición, aclarándome que se tenía que ir, con unas monedas que no te acepto para que tu las ofrezcas a Caronte en el río de los muertos, y que pase por ti y te aplasten en las vías del tren hasta donde tengas que ir.
Luego el silencio, completo, sin nadie que mire, esa penumbra que dejé en Estación Insurgentes empieza a llegar, y con los ojos reventados, respiro lentamente, tranquilo me dejo consumir.
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