El gran lago era la profecía prometida. Los primeros ancestros habían encontrado después de mucho penar, las aguas que tanto habían anhelado. Dios no los había abandonado, solamente puestos a prueba para verificar si en verdad eran la raza elegida, recompensar con el agua sagrada. El lugar era tan grande y tanta la bonanza de sus frutos, que proporcionaba sin problemas todos las necesidades que los sapos pudieran necesitar; comida y agua a borbotones satisfacían a más de una vida anfibia. Pronto los sapos fueron construyendo sus chozas, confeccionando sus jardines, visitando a sus vecinos y platicando con tazas de té sobre las buenas nuevas de una civilización en pleno nacimiento. Eran tantos pero tantos los recursos a su merced, que con el tiempo que se ahorraron en la cacería de mosquitos y cosechas de larva del moscón, los sapos se dedicaron su tiempo ganado al ocio: actividades del pensamiento y largos juegos de Pocré. Aunque es sabido por todos lo que con tiempo de más, preferimos más en el mundo, y eso es el placer de procrear. Son los buenos tiempos la era propicia para las familias numerosas; despreocupados por el control de natalidad, los sapos no dudaron en dejar que miles de huevecillos se fecundaran con cunas de renacuajos listos para la vida. No hubo sapo que no dejara una huella de 50 o más en su familia. Así que pronto fue notable el babyboom, la explosión demográfica que afirmaba la consolidación de una nueva civilización en el lago.
Ahora, eso de decir lago es tan sólo según la apreciación de los sapos, pues a su tamaño, cualquier contenimiento de más de 20 galones podría caber dentro del título de laguna, por lo tanto aquello que ellos titulaban como la tierra del gran lago era un estanque usado para el riego de palmas datileras. Ciertamente la alberca era grande, y con los árboles sedientos en tiempos de frutar, la bacinica estaba tan lleno como el tope de reptiles que llegaron llamados por la tierra del progreso.
Las familias de sapos son cosas delicadas, ruidosos y parlanchines, croquean sobre todos los temas habidos y por haber, pero especialmente y con esmero croquean durante la noche, definido unánimemente por la socialité como la hora del croque universal. El rito fue tan bien aceptado por la población que noche tras noche no callaron más; poco les importaba a la multitud anfibia que su ruido fuera incómodo a los oídos de las chicharras cansadas del trabajo, a coyotes con el ojo pelado a la luna e inclusive a los humanos durmiendo entre sabanas de insomnio, porque a ellas lo único que importaba en la vida era hablar. El concierto era un largo tono madrugando por miles de temas: deportes, política, amor, deportes en la política, juegos de amor, episodios del poder con tintes de romance; un sapo infla el cogote cuando defiende su postura sobre cuestiones de filosofía política sobre su adversario. Subirán de volumen en sus enojos e incluso podremos ver algunos batallar en el agua con los ánimos subidos de tono. Pero una pelea tampoco es suficiente para detener su plática; ellos bien pueden ser testigos de dos sapos que pelean a muerte y continuarán sin inmutarse con la plática. Al final el tiempo es tan valioso y en una ciudad hiperpoblada todos tan prescindibles, que la muerte es sólo un cupón que se cubre con dos sapos en su lugar.
La plática nocturna se volvió esencial, su acto favorito, la gema en su vida, y es por eso que las noches en la pileta de Rancho Las Cachoras, los sapos en la noche no dejaron nunca de croquear. Se organizaron y conformaron un Comité para el desarrollo social, pues con el tedio del progreso había que organizar tareas para entrenarlos más allá de las noches, cómo hacer para que el tiempo no fuera una lápida sobre sus babosos lomos. Así que los dias se aprobaron como padres de una actividad. Lunes de buffet, martes con juegos multitudinarias de Pocré, jueves de baile Pipz, y los domingos de especial bautizados como el Día Nacional del Habano; así pues se reunían todos los sapos flotando en el agua, con una mano fuera sosteniendo un grueso habano cubano, fumando mientras todos platican, como siempre, al mismo tiempo. La escena era de especial fulgor por el paisaje único que crean centenar de fumarolas que nacen de una alberca que pareciera la copia reptiliana de los baños públicos en la capital nipona.
La civilización de sapos que se fundó sobre el lago, y por el tiempo en que pudieron disfrutar del progreso, fue de una época gloriosa. Pero aquello de las civilizaciones llega a un tope, generalmente por los cambios que suceden a nuestro alrededor y que por razones aun no descubiertas, no solemos notar a tiempo. Esto descubierto por un inteligente sapo que, al no poder tomar un baño en una olla con agua hirviente, pensó que seria más sencillo si ingresara cuando el agua fría estuviera, e ir aumentando la temperatura paulatinamente hasta llegar al punto deseado. Al sumarse los grados Celsius, notó que su cuerpo no resentía la temperatura; con alegría acomodó el lomo al respaldo y subió sus patas en la orilla en son de victoria, había que disfrutar de este su enorme descubrimiento científico. Lamentablemente su descubrimiento no pudo difundirse al mundo, al fallecer en su propio experimento por una muerte en cocción.
Lo que sucedió en el gran lago fue el resultante tránsito eterno de los ciclos, que sin tener que definir tiempos, actúan de manera automática cuando los elementos se reúnen con gala de puntualidad. Después del datilar, los productores llegaron a un punto de acuerdo por ahorrarse el agua en el paso de los ardientes veranos de la zona. Las palmas adaptadas a la zona, fácilmente pueden con su tamaño sobrevivir unos meses sin la corriente de agua, pero el liquido no puede sostenerse sólo contra el sol sin la ayuda del canal de riego que la mantiene en movimiento; tránsito usado para nunca dejarse en manos de los rayos por mucho tiempo, pues es sabido que con su abrazo es capaz de evaporarlos. Temperaturas de más de cincuenta grados fueron las registradas en semanas iniciales de ese verano. Un tope histórico que registró los primeros cortes del suministro en la ciudad de los sapos. Al principio las medidas fueron tomabas con mucha molestia, pues acostumbrados al exceso, disgustaban que se les bajara el lujo de su nivel de vida. Protestas se generalizaron alrededor de todos los puntos del gran lago, y el Comité con tal de evitarse mayores disturbios, decidieron mantener los niveles de consumo en la zona, volviendo los ánimos a su cauce normal. El verano continuó su lento paso por las tierras, y en el agua, sin pedirle permiso a nadie, reaccionando como debe según sus papel en el teatro de la física, molécula tras moléculas de H20 fueron empaquetando sus catrachos y tomando el primer vuelo de vapor al cielo, dejando sólo el mito de antigua presencia en la pileta. La masiva migración fue tan importante para su propio ciclo, que para las gotas es bien recordado el éxodo bíblico en esa zona; pero su retiraba advertible con algo de previsión a futuro, empezó a afectar irremediablemente en la vida diaria de los sapo; la verdad les tocó como un muro ante sus ojos. Al principio pensaron que el Comité haría algo para solucionarles la vida y el orden retornaría su cauce habitual, pero esa normalidad era una ya imposible de lograr.
La realidad se asomó con su ancha cara y estela de efectos. Al recibir menos agua, los sapos fueron testigos como día tras día sus hogares se volvían más pequeños; las patas del vecino entrando por la ventana continua, los cuerpos apeñuzcándose molestamente, hasta que, cuando menos se dieron cuenta para que luego darse cuenta al fin, la comida empezó a escasear. Los moscos, libélulas y larvas se volvieron productos escasos y largas filas se realizaban para obtener al menos unos gramos de proteínas para la familia. La desesperación con la angustia empezaron a notarse en las caras de los sapos, formados, croqueando quejumbrosamente por que el Comité solucionara los problemas de sus vidas. Pero aquellos reclamos eran estériles, pues el Comité no hallaba que hacer, algunos en el fondo clamaban por decretar un Estado de Emergencia, pero para cuestiones de índole político eso no sería bien visto, y por andar pensando en comicios futuros, prefirieron dejar que los ánimos se calmaran con la rutina. Unos pocos desesperados se aventuraron en busca de otro lugar, aunque los oráculos no daban buenos augurios; cualquier travesía por la tierra podría verse vencido igualmente por la sequia y la terrible muerte por deshidratación. Así, los sapos intentaron llegar en acuerdos para garantizar la supervivencia de su especie, pero eran tantos y tan fuertes los croqueos que no hubo orden ni punto de acuerdo. Para un terreno tan fértil, el caos se propago con rapidez, con rapiña los más fuertes se fueron robando la comida de los débiles, y en vez de llegar al anhelado acuerdo, la violencia imperó entre ellos. Se empezaron a registrar casos aislados de canibalismo, cuando sapos mayores torturados por el hambre, vieron a sus renacuajos como platillos suculentos de la supervivencia. Los tiempos del chacal crecieron con rapidez, caminando junto al verano que apenas estaba tocando su punto cúspide. El Comité de Desarrollo fue fácilmente derrocado por una turba enardecida, y sus representantes degollados para con su carne alimentar el violento hambre de las masas. Que a un renacuajo le tocará más de un pegajoso dedo de sapo, pudo considerarse como acto de divina corrupción, por que con tantas bocas por alimentar, la carne de los sacrificados fue acaso lo más cercano a la mala imitación de una botana casera.
Una sofocante mañana, despertando ya en un charco de miados mezclados con mierda de sapo, con los ojos enrojecidos y las costillas lucidas, un sapo amaneció y notó con sorpresa que el nivel del agua había bajado tanto, que le era imposible ver la tierra. Consternado, flexionó las ancas y soltó en un brinco para alcanzar la orilla, pero sin muchas fuerzas y ciertamente por la altura que parecía alejarse burlonamente de él, no alcanzo siquiera a rozar con la orilla del cemento. El descenso fue un terror, pues supo que solamente su brinco era la única escapatoria contra los peligros de la naturaleza, y que, para sumarle al pánico de su caída, su descenso cayó sobre una multitud de sapos ahora delirantes. Apretujados despertaron y croquearon con fuerza violenta, unos sobre otros se impedían mover, y con fuerza inútilmente se empujaban para ganar un centímetro de espacio para respirar. El sapo brincador se levantó del suelo y limpió la poca de agua negra de su trasero, volteó de nuevo los ojos al zenit y quedo mirando la realidad de su catástrofe. El sol empezaba a quemar sus pieles mientras todos se empujaban, sudando sequáa, perdiendo rápidamente el espacio que ganaban con cada empujón; ante el anárquico espectáculo el inmóvil sapo perplejo no dejó de mirar, una montaña, indiferente ya a todo lo que pasaba a su alrededor. Un joven sapo que empujaba con desesperación se encontré pronto frente a él, con sus patas le empujo el hombro y notó como volvía a su estado natural sin alterarse; curioso volteó arriba para ver el objeto de su vista, y al fin notar que en efecto, el agua había bajado tanto su nivel, que el lago ahora charco, era ya su prisión, una tumba de altas murallas con ninguna escalera que sirviera de escapatoria. La cadena reaccionó rápidamente, y de pronto un sapo inspiró a otro a dejar de lado sus empujones para mirar al fin su instante completo. Un silencio se instaló por unos segundos, contemplativos, realizantes, instante en que todos los sapos fueron dándose cuenta de su fatal destino, un sapo croqueó perplejo y brincó lo mas alto que pudo; con el siguieron uno, otro y todos los demás, hasta que aquello se convirtió en una pánico generalizado; sapos exclamando con temor al encierro, tratando de escalar las paredes, rasgándose las glándulas, rezando con fuerza a un ciego dios por su clemencia, con lágrimas secas brincando inútilmente para caer y dolerse de estar desde ese momento en su ataúd final.
El sol, caminando sobre de ellos, sopló ardientemente hasta que las fétidas aguas de esa gran sociedad de sapos al fin desapareció. Los más viejos sapo y jóvenes renacuajos, fueron falleciendo sin fuerzas para vivir. El campo se sembró de muerte, cuerpos yacientes, secándose al sol en el fondo de la alberca, multiplicándose día con día para los que se aferraban a vivir los consumieran sin compasión alguna; habían sacrificado aquello que hace ejemplar a una civilización, que para ese momento había muerto la compasión junto a la esperanza. Algunos intentaron crear torres con sus cuerpos, pero antes de llegar a su objetivo, la desesperación escalaba por ellos, y no lograban ni siquiera al metro y medio de altura para caer de nuevo al fondo de su realidad.
La sequia del ambiente fue robando la humedad de sus pieles, abandonándoles con la piel reseca y el hocico blanquizco por la sed. Se vieron las manos secas que se constreñía con fuerza, endureciendo sus pulmones y haciéndoles difícil la respiración. Uno pobre se estremeció cuando su pata quedo totalmente inservible, cada una de sus células fueron secándose al nivel que las abandonó como piedras, y que así la pata era ya no de carne viva sino de carne petrificada. Todos fueron viendo como sus extremos fueron enrocándose endurecidos, aterrorizados luchaban para detener el proceso de solidificación, pero cuando los pulmones también fueron convirtiéndose en roca, los sapos caían desmayados a su muerte. El astro fue así creando un campo de estatuas con las expresiones más dolorosas jamás vistas, porque ningún sapo alcanzó a pedir perdón ni alcanzar la paz, y como en todos los animales, presenciar la muerte de frente, acariciándoles su cuerpo, los llenó de un pavor terrible. Estatuas cayeron de sapos que lucharon hasta el último suspiro, cuerpos con caras de un terror petrificado en sus caras, patas que quedaron al final en un vago intento por alcanzar algo cercano a la supervivencia. Durante la cúspide del verano, al medio día las chicharras empezaron a cantarles sus canciones funerarias, ningún animal pudo ni quiso hacer algo por aquellos sapos que habían perdido toda su humanidad. El concierto poco a poco fue acallándose, dejando en su lugar el silbido del aire cruzando por las extremidades de los sapos de roca.
Al final quedaron unos pocos sapos que lograron encontrarse frente a la última etapa de su existencia, sin salvación, fueron cayendo uno a uno al abrigo de la piedra que los consumía, y sólo el sapo contemplativo, que durante todo el proceso no se movió de su lugar, llegó a comprender la factura de su ciclo, la gran oportunidad que se les perdió en los vicios y excesos, entonces, reconociéndose perdido, encontró la tranquilidad para serenarse, petrificar su miedo y aceptar su destino. El sapo se sentó y se acomodó de la forma más cómoda posible, entonces, se dejó morir con tranquilidad ante el tiempo y el calor, y como piedra matando al ultimo de lo que fue el gran imperio del gran lago, dejando al fin al silencio tomar su lugar.